Una visita inesperada: una anécdota sobre el distanciamiento social

Hace algunos días recibimos una visita inesperada en casa de mi madre. Se trataba de J.M., un compañero de fatigas de nuestros tiempos de mercadillo que hacía mucho que no veíamos. Fue una alegría ya que tanto él como el resto de su familia se habían convertido en algo más que compañeros de trabajo. De hecho mi madre, al principio de su demencia, repetía constantemente que M., la “matriarca” del clan, la llamaba una y otra vez para que fuera a verla a su pueblo. Alguna llamada hubo, pero no tantas como mi madre recordaba... en fin, es lo que tiene la senilidad.

La cuestión es que, tras los saludos de rigor a la nueva usanza, es decir, a base de choque de codos dejando de lado eso tan mediterráneo que son lo abrazos y besos, nos dedicamos durante casi dos horas a ponernos al día, lo normal en gente que se aprecia pero que hace mucho que no se ve. 

Pero el motivo de esta publicación no es lo normal, sino lo anormal. Los pueblos mediterráneos, especialmente los españoles, en general, y los andaluces, en particular, somos muy dados a la cercanía física, algo que eché en falta en la visita de J.M., quien se pasó las dos horas de pie moviéndose en función de como mi hermano y yo nos movíamos, manteniendo siempre la famosa distancia de seguridad. Evidentemente, actuaba de la forma correcta, pero aún así me chocó, y mira que yo no soy precisamente un “andaluz al uso”, de esos que tienen las “bullas” como su hábitat natural. 

Supongo que la tan cacareada “nueva normalidad” va de cambios, algunos tan profundos como este, que provocarán que no seamos como antes, que nos harán personas distintas y, consecuentemente, cambiarán nuestra sociedad.

A mí el tema del distanciamiento social no es lo que más me preocupa (como ya he señalado antes no soy un “andaluz al uso”), pero sí lo hace la evolución de nuestra sociedad. Desde luego no vamos a ser los mismos cuando esta pandemia acabe. No sé si saldremos mejores o peores, solo el tiempo nos dará respuestas.